—Luisa.
—¿Sí?
—¿Puedo tocarte la cara?
—Claro.
Lo hizo. Puso sus manos sobre el rostro
de su compañera. Bajó de arriba abajo, despacio, frente,
pestañas, ojos, nariz, mejillas,
labios...
—¡Me haces cosquillas en los labios!
-protestó ella.
Terminó con la barbilla, las orejas,
el cabello...
—Eres maravillosa.
—¿Cómo me habías imaginado?
—Alta, preciosa, cabello negro,
labios grandes, nariz perfecta, barbilla redonda...
—¡Tienes mucha imaginación!
—¿Sabes? Una vez, hará cosa de
siete u ocho años, cuando yo tenía siete, mi madre me contó un
cuento. Lo llamó "El cuento del ciego egoísta" o algo
así. Se trataba de un hombre que estaba ciego por unos días a causa
de una operación y se lamentaba mucho, así que su compañero de
habitación en el hospital le decía lo que se veía por la ventana
para consolarlo. Cuando le quitaban las vendas descubría que su
amigo sí estaba ciego, desde niño, pero que suplía con imaginación
lo que no veían sus ojos.
—Es muy bonito -dijo Luisa.
—Desde ese día lo he imaginado todo,
pero a veces lo he hecho con tanta fuerza que supongo que me he
creado un mundo perfecto más allá de mí.
—¿Y eso es malo?
—Puede que me engañe a mí mismo.
—¿Puedo tocarte yo a ti la cara?
—Sí.
Lo hizo. Puso sus manos sobre el rostro
de su compañero. Bajo de arriba abajo, despacio, frente, pestañas,
ojos, nariz, mejillas, labios...
—¿Cómo me imaginabas?
—Alto, guapo, cabello ensortijado,
labios perfectos, nariz grande, barbilla cuadrada...
—¡Y dices que yo tengo mucha
imaginación!
Se quedaron en silencio, sonriendo,
cogidos de la mano y sentados en el banco del parque que desde hacía
unos días les servía de refugio. Desde que se habían conocido.
Desde que sus
corazones habían comenzado a hablar
mucho antes de que lo hicieran sus sorprendidas mentes.
Alguien pasó cerca.
Una mujer.
Y contempló la escena. Vio a una chica
alta, preciosa, cabello negro, labios grandes, nariz perfecta,
barbilla redonda. Y a un chico alto, guapo, de cabello ensortijado,
labios perfectos, nariz
grande, barbilla cuadrada.
Una pareja sin duda hermosa.
Se miraban el uno al otro, sin verse,
pero sus manos lo decían todo.
Se preguntó de que hablarían...
Se lo preguntó y no tuvo ni idea.
(Jordi Sierra i Fabra)
No hay comentarios:
Publicar un comentario